

La ideación: chispa humana y alquimia de la consciencia
¿Qué nos hace humanos? La pregunta ha recorrido siglos de filosofía, antropología y ciencia. Algunos respondieron que es la razón, otros el lenguaje, otros la capacidad de crear símbolos o de trabajar en comunidad. Pero cada vez más voces coinciden en un rasgo tan obvio como subestimado: la ideación. Esa fuerza invisible que no solo nos caracteriza e identifica, sino que nos ha permitido transformar el mundo y, con él, a nosotros mismos.
En el Volumen i de mi “Tratado existencial sobre la especie humana”, titulado Animal de realidades y publicado en 2019, tras una ardua revisión al respecto, postulé que la ideación (también se refiere como creatividad o imaginación) era nuestra característica evolutiva, en el sentido de seña de identidad única (no para diferenciar sino para diversificar). Dos años después, en 2021, se publicó un artículo científico, multidisciplinar (antropología, biología, genética, informática, etc.) e internacional (equipos y profesionales de varias universidades de diversos países), concluyendo que tenemos 267 genes exclusivos (que ni los neandertales, la especie más cercana a la nuestra, tenían) y que dichos genes se corresponden con nuestra capacidad creativa.
En este mismo sentido, el antropólogo Agustín Fuentes, catedrático de la Universidad de Princeton y colaborador de National Geographic, también defiende la idea de que la imaginación fue la chispa que nos impulsó a evolucionar. Pero no se trata de meras quimeras o sueños sin sustancia, sino de la habilidad para observar la realidad y vislumbrar posibilidades inexploradas. Desde el instante en que alguien identificó una piedra y la transformó en herramienta, o comprendió el poder del fuego para modificar los alimentos, la humanidad ha protagonizado revoluciones creativas que han redefinido nuestra interacción con el mundo que nos rodea. Somos, dice Fuentes, “animales bioculturales”: un cruce inseparable de biología y cultura, cuya chispa es precisamente idear.
Esa chispa, lejos de apagarse, ha encendido todo lo que consideramos humano: la religión, el arte, la ciencia, la guerra, la organización social, la cocina, el amor romántico. No somos solo homo sapiens, sino seres capaces de inventar significados, de re-crear el mundo a partir de lo que pensamos. No somos, como quiso la tradición filosófica, simples “animales racionales”. Gran parte de nuestra vida está atravesada por irracionalidades, emociones, chistes, delirios. Y aun así, en esa aparente fragilidad reside la potencia de nuestra especie.
La periodista y escritora Begoña Quesada, galardonada con el Premio Jovellanos por su obra En defensa de la imaginación, refuerza esta idea con un matiz crucial: la imaginación es un tesoro que hoy está en peligro. Su propuesta parte de una constatación sencilla: hemos reducido la imaginación a un juego infantil, a un pasatiempo sin valor tangible, cuando en realidad es la condición de posibilidad del conocimiento. Einstein lo decía con claridad: la imaginación es más importante que el saber, porque sin ella no hay descubrimiento.
Quesada insiste en que la imaginación cumple funciones vitales para la salud individual y la cohesión social. Nos ayuda a elaborar nuestras vivencias, incluso las más dolorosas, dotándolas de sentido. Nos permite equilibrar nuestro estado de ánimo y mantener la creatividad como un recurso biológico necesario, como señala el neurocientífico Antonio Damasio. Y sobre todo, posibilita la empatía: solo cuando imaginamos la vida desde la piel del otro podemos convivir en sociedad.
Sin embargo, vivimos en un ecosistema que entumece la ideación. El consumo inmediato, la sobreestimulación digital, la satisfacción instantánea han reducido el espacio para la pausa y la reflexión. La inteligencia artificial y las redes sociales multiplican la información, pero no necesariamente la comprensión. Nos ofrecen datos sin contexto, imágenes sin profundidad, y corremos el riesgo de perder esa conversación humana que siempre se nutrió de relatos, anécdotas, metáforas. El historiador Yuval N. Harari lo ha señalado claramente: sin esa imaginación compartida, incluso la democracia peligra.
El riesgo no es menor: sin ideación, la memoria se debilita, la empatía se erosiona y el pensamiento crítico se apaga. Podemos tener a nuestro alcance todos los datos del mundo, pero sin la capacidad de hilarlos y proyectar futuros posibles, nos convertimos en autómatas informados e incapaces de crear. Algo que también apunta Harari en relación a la Inteligencia Artificial: por primera vez o nunca hasta ahora habíamos cedido ese poder de crear a algo externo a nosotros mismos.
Frente a esta amenaza, Quesada defiende algo tan simple como revolucionario: recuperar el autocontrol y revalorizar herramientas probadas de la imaginación, como los libros. La lectura, dice, es un espacio privilegiado para entrenar la mente, para reconstruir escenas, personajes y mundos que no están ahí más que en palabras. Humberto Eco lo resumía con ironía y certeza: no hay mejor tecnología para un libro que otro libro.
Estas miradas —la de Fuentes, la de Quesada y la de Harari— también coinciden en algo esencial: la imaginación es ambigua, poderosa y peligrosa al mismo tiempo. Nos ha permitido las más altas cumbres de creatividad, pero también las mayores catástrofes. Con ella construimos sinfonías y catedrales, pero también armas y campos de exterminio. Con ella diseñamos utopías de igualdad y sistemas de opresión.
Por eso resulta urgente repensar el lugar que damos a esta facultad. No basta con celebrar su magia, hay que reconocer su peso biológico y cultural, su papel en la salud mental, en la educación y en la convivencia social. Además, debemos visualizar juntos nuevas formas de habitar un mundo en riesgo por la inequidad, la brutalidad y el desastre ambiental.
La creatividad no es un capricho, sino un instrumento para seguir adelante. Sin ella, no podríamos haber salido de las cavernas ni inventado el lenguaje. Sin ella, no tendríamos ciencia ni poesía, pero tampoco esperanza.
Al final, la pregunta que se nos plantea no es solo qué nos hace humanos, sino qué haremos con esa chispa en el futuro. ¿La dejaremos apagar en un océano de pantallas y estímulos vacíos? ¿O la protegeremos como lo que siempre ha sido: la alquimia de la consciencia, el arte de transformar lo real en posible?
El reto está sobre la mesa. Imaginemos y quizá, solo así, podamos seguir siendo humanos.