Xosé Gabriel
24/06/2025

Vivir sabiendo quiénes somos

Ante la eterna pregunta de nuestra identidad, subyace la premisa fundamental de que tenemos un profundo desconocimiento al respecto. De hecho, ha sido una cuestión que ha persistido a lo largo de la historia: desde filósofos como Sócrates (“conócete a ti mismo”), a científicos como Blaise Pascal (capaz de inventar la primera calculadora pero que expresaba su inquietud sobre el sentido de la existencia), hasta la actualidad.

Empezando por el sistema educativo vigente, basado en un modelo denominado “prusiano” (ya de poco antes del siglo XIX), concebido para dar respuesta a las necesidades de mano de obra para la Revolución industrial, este se centra en materias e introducir contenidos, dejando de lado el desarrollo de la persona. Lo que también contribuye a pasar por la vida sin enterarse de las potencialidades intrínsecas y propias, ya que todo está estandarizado y uniformado.

Además, unido a ello está que la sociedad moderna promueve la procura de lo material (desde dinero a cosas lujosas). Para lo que muchas personas llevan una vida infeliz y sin otro propósito, “montadas en los carruseles” del consumo y guiadas por los “escaparates” del entorno. Sin tener consciencia de qué les da armonía y calidad vitales, qué les estimula o mueve a desarrollarse convenientemente como individuos, o dónde, con quién y cómo están bien.

La cuestión es que el ser humano es un “animal biocultural”, es decir, en nuestra vida destaca la interacción entre la dimensión biológica ─innata─ y la cultura ─que hemos creado─. Sin embargo, en general, hay un desequilibrio existencial preocupante, como explicito en el Volumen IV de mi Tratado Existencial, titulado Sapiens Top Model.

Definida como nuestra construcción social, mayormente artificial y llena de “ficciones” (como dicen, por ejemplo, Yuval N. Harari o Pedro Laín Entralgo), el bagaje cultural ha adquirido una dominancia, ocupando más energía, más tiempo, más de todo,… sentimientos, emociones. Lo que también ha llevado a que marginemos otras dimensiones existenciales.

Incluso cuando nos ocupamos del cuerpo, muchas veces lo hacemos a través de los cánones de belleza, de musculatura, de moda, etc. En lugar de una conexión genuina con nuestra naturaleza, convertimos lo biológico en una seña de identidad social, desde una perspectiva impuesta por la cultura dominante.

Es decir, parece que la artificialidad es la norma, la base o el modelo vital a seguir, cuando fácilmente se puede deducir que la naturaleza es de donde procede nuestra existencia. En cambio, asistimos a la creciente artificialidad en diversos aspectos de la vida moderna, desde la alimentación (como la denominada comida rápida) o el sexo (porno), hasta las relaciones sociales (todo el mundo muy conectado, pero virtualmente). Y aunque la cultura sea nuestro producto, se puede hacer mejor, teniendo en cuenta otras premisas, más acordes existencialmente.

Una de las metáforas que utilizo para describir esta situación vital es la de la cultura como una prenda de vestir que nos ponemos. Esta “prenda” (sea creencias, ideologías, nacionalismos, valores, modas, etc.) nos cubre existencialmente, tanto que nos olvidamos de nosotros mismos. E identificarse solo con lo culturalmente establecido supone dejar de lado nuestro ser.

En caso de no autoconocerse, el entorno, formado sobre todo por los demás, ofrece un gran sucedáneo. Si yo no sé quién o cómo soy como individuo, tenderé a no atender a criterios o bases propias y, en cambio, me valdré del entorno como pueda o sepa, desde la adscripción familiar al trabajo o las relaciones sociales. Esto lleva a una sociedad donde todos nos vamos invistiendo de lo otro, de las prendas culturales porque, si no, nos sentimos desnudos social y psicológicamente.

Hay ejemplos como el experimento de la cárcel simulada con policías y presos (de Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford) o el de la simple adjudicación de unas gorras rojas y otras azules a unas personas que no se conocían. En estos experimentos, los participantes se invistieron del rol, la identidad asignada o la adscripción artificial (por ejemplo con una simple gorra con un color determinado), por encima de su propio criterio (por ejemplo infligir tortura en el caso de los carceleros).

Como ya he dicho en otro artículo de esta Consulta Existencial, utilizando la analogía de la camisa en nuestra vida, si abrochamos mal el primer botón van mal los siguientes. De ahí que si no empezamos por nosotros mismos, existencialmente el resto va mal establecido, porque no nos autoconocemos: por ejemplo, como regla general, no tenemos en cuenta que la perspectiva o visión que tenemos de todo es una construcción propia, subjetiva; y si no somos conscientes de ello ¿cómo podemos asegurar la validez de nuestras respectivas vidas?

Así tenemos la historia de la humanidad marcada por los conflictos y las guerras, a menudo motivadas por la imposición de unas subjetividades sobre otras, sean de la adscripción que sean (territorial, étnica, religiosa, ideológica, etc.). Incluso la racionalidad tiende a buscar uniformidad y a querer determinar (o imponer) “quién tiene la razón”.

Mientras tanto, como dice Joe Dispenza, el mayor potencial de la humanidad está bajo tierra (en los cementerios), refiriéndose a la cantidad de capacidades humanas que podrían haber aportado a la propia persona y a los demás, pero que no fueron desarrolladas porque la gente muere sin conocerlas.

Tal y como propongo en mi Tratado Existencial y he escrito en este mismo espacio, ese primer botón vital es nuestra característica evolutiva distintiva y la clave de nuestra especie: la capacidad de ideación. Lo que cuestiona la definición tradicional del ser humano como “animal racional”.

La ideación es la capacidad ─única en todo lo conocido─ de conceptualizar lo que nos rodea y sucede. Es decir, de no funcionar solo mediante el binomio estímulo/respuesta, característico del resto de animales y demás seres conocidos, sino que, en nuestro caso, para bien y para mal, interpretamos y configuramos esos estímulos dándoles un enfoque y contenido propios, personales, únicos; que podemos compartir o no, ya que cada persona es un mundo y no piensa, ni conceptualiza, ni configura igual.

Esta capacidad, ligada a 267 genes únicos en el Homo sapiens, es lo que nos hace humanos. Somos seres que conceptualizamos y, como fácilmente se puede deducir, hay tantas concepciones como personas. Mientras que la racionalidad, habiendo aportado mucho en muchos sentidos, también lleva a querer detentarla e imponerla.

En resumen, estoy procurando llamar la atención sobre la importancia de la introspección y el autoconocimiento, argumentando que solo (re)conociéndonos a nosotros mismos ─empezando por nuestra característica y propia capacidad de ideación─ podemos vivir una vida más plena; aportando y superando los inconvenientes generados por la imposición de identidades demasiado artificiales y poco naturales, basadas en la adscripción existencial por inercia, imitación, amparo o temor.

La vida es más un viaje “hacia dentro” que “hacia fuera”. Pero, utilizando la analogía del antropólogo Josep María Esquirol, vivimos preferentemente asomados al balcón de nuestra existencia, sin apenas ser conscientes de lo que tenemos en la propia casa (léase espíritu, alma, mente, consciencia,…).

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